#citaciega
“LLegó y empezó la clase como si fueramos por el tema 23,
a pesar de que era el primer día de curso y el manual sólo tenía 12 capítulos”
De La habitación oscura del pensamiento positivo, Fátima M. Roldán
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A pesar de que los recuerdos de la primera infancia pueden estar llenos de elaboraciones posteriores, esto es, que las cosas no fueron tal y como las recordamos, careciendo de fidelidad, soy de los que prefieren creer que lo que recuerdo fue lo que pasó, quizás por la potencia y la viveza con que se me vienen a la cabeza algunos episodios, quizás por no querer poner en crisis el sistema, (jjj).
Veréis, cuando estaba en parvulitos (mola lo de parvulitos), yo llevaba tirantes. Recuerdo perfectamente cómo eran esos tirantes. Sencillos, azul marino, con unos clip metálicos y con sus dientes de goma para no dañar los pantalones. Por cierto, no recuerdo que se me cayeran los pantalones así que debían funcionar bastante bien.
La cuestión es que yo no sabía que llevaba tirantes, hasta que me hicieron saber que los llevaba…
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‘La banda de Martín’
Resulta que en mi clase de parvulitos había un niño que se llamaban Martín (nombre ficticio). Aunque ya hace casi cuarenta años de aquello y la vida ha removido bien las cartas, o eso espero, prefiero no decir su nombre real. Martín, qué cabroncete era Martín en aquella época. Martín debía ser como el líder de la clase o algo así, el que marcaba tendencia, el influencer de los párvulos, y claro… todos querían ser su amigo, estar en su círculo, joder, Martín… cuánto poder social tenías en aquella época…
Yo, al principio, no debía tener muy claro qué era aquello de la amistad y tal… pero oye, molaba eso de tener amigos, era algo tremendamente seductor lo de establecer lazos con la peña, sentirse unidos, aceptado, realmente no sabía (o no recuerdo que lo supiera) para qué podría servir todo aquello pero joder, estaba en párvulos y supongo que era lo más interesante que se podría hacer por allí (bueno vale, seguro que también habría unas fichas fascinantes, plastilina, canciones y todo lo demás… pero esa parte se me ha esfumado por completo, qué quieren que les diga).
El problema era que Martín no me dejaba entrar en su banda. Al parecer, Martín tenía una banda. Supongo que su banda eran todos los que él consideraba sus amigos. Y yo no podía entrar en su banda. Eso para un párvulo es una soberana putada. La razón por la que yo no podía entrar en aquel círculo era que yo llevaba tirantes en vez de cinturón, y en la banda de Martín todos llevaban cinturones.
En fin, que yo expuse el tema en casa y mi familia se movilizó rápido. Imagínense, yo fui el primer bebé de mi entorno familiar más cercano y no podían consentir aquello. Aún no habían nacido ni mi hermana, ni mi hermano, ni mis primos, ni ningún otro obstáculo o distractor que impidiera que yo fuera el Centro Del Universo. Porque yo fui el Centro Del Universo durante un par de años, y qué quieren que les diga, estuvo genial. Luego empezó a aparecer gente y pasé de Centro Del Universo a ‘el mayor’, que es como si te degradaran pero manteniéndote ciertos privilegios (por antiguedad, supongo).
Volviendo al tema, mi familia, ante la situación que yo estaba viviendo en mi etapa preescolar se puso en marcha. Creo que fue mi tía Angelita la más ágil, y la que consiguió un cinturón lo más rápido posible. ¡¡OH, DIOS!!… ¡¡Qué cinturón!! …era el mejor cinturón que había visto en mi vida (aunque no creo que hubiera visto muchos cinturones por aquel entonces). Era fantástico, correa negra, mate, y una hebilla metálica con un relieve del Pato Donald, una hebilla sólida y contundente que estaba seguro que me daría el pasaporte definitivo para entrar en la banda de Martín.
…y así fue. Entré en la banda de Martín. Y fui su amigo, y el amigo de sus amigos… pero en el pasado había llevado tirantes, y eso siempre lastró mi posición en parvulitos, así lo sentía… aunque estaba absolutamente seguro, y lo sigo estando hoy día, de que llevaba el mejor cinturón de la clase (además de ser el único que llevó tirantes).
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Partiendo la pana pena
Podría sacar mil metáforas de esta historia. Mil aprendizajes. Podría derivar esta historia hacia un tema u otro, pero prefiero quedarme con el regusto que dejó en mi memoria emocional todo aquello y que podría resumirse así: una vez que entré en la banda de Martín, en el fondo me daba igual Martín, sus amigos y no sentí nada especial por estar dentro de aquel círculo. En serio, nada. Ni estaba enfadado, ni alegre, ni triste, ni nada. Tenía un cinturón chulo, que creo que fue lo mejor de aquella historia y listo.
Sí te reconozco, y ahora no sé si fue por esto que me ocurrió en mis primeras interacciones sociales, que siempre he recelado un poco del liderazgo tipo ‘porque yo lo valgo’. Y hoy en día de la figura del influencer, sobre todo cuando desvirtualizas a algunas personas de las que se suponen influencers o marcadores de tendencias en un tema u otro y notas cierta brecha entre lo que parecen y lo que son en su manera de relacionarse, de dirigirse a los demás, de marcar la distancia, de liderar un encuentro personal, de perder la naturalidad, o incluso de expresar su mensaje de fondo.
Sé que criticar a los influencer está mal visto. Viene a ser como hablar mal de Martín en la clase de párvulos, una locura, pero como hablo así, en genérico, y nadie sentirá alusión alguna, pues es como si tirara la piedra a ninguna parte… además, no es el objetivo del post, ni mucho menos…
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Esa deliciosa libertad…
Y es que una cosa es cambiar tirantes por cinturones cuando estás en preescolar, y otra muy distinta tratar de ajustar nuestro baile personal o profesional al ritmo que otros marcan.
Más aún cuando somos nosotros los que otorgamos el privilegio a otras personas de marcarnos ese ritmo, y somos nosotros los que estamos dispuestos a pagar el peaje que corresponda para parecernos a esa persona o seguir sus indicaciones. Es como un acto de fe o algo así… muy económico en cuanto a que te ahorras ‘pensar por ti mismo’, solo tienes que imitar, aunque a largo plazo acabe resultando caro.
Somos sociales, a veces ferozmente sociales con nosotros mismos. Tan ferozmente sociales que nos acabamos devorando a cambio de saciar nuestra necesidad de pertenencia. Es grotesco lo que podemos llegar a hacer por pertener a un determinado grupo u obtener el reconocimiento de una determinada persona a cambio de… de yo qué sé. Es un rollo. Lo sabes, lo sabemos, lo vemos, y no nos engañemos… lo hacemos, aunque a veces queramos pasarlo desapercibido.
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Quizás por eso, cuando en algunos momentos de lucidez conseguimos deshacernos del reconocimiento social para darle más espacio al desarrollo de lo que somos y hacemos, de lo que somos capaces de hacer y de SER, insisto, más allá de la aprobación, quizás por eso, en esos momentos… el sabor es tan agradable y la sensación tan deliciosa…
…quizás por eso la felicidad sea en muchas ocasiones un darle rienda suelta a lo que somos, ser uno mismo, más allá de aprobaciones y reprobaciones. Desde el equilibrio y el respeto a los demás, siempre conciliable con nuestra propia autenticidad.
El que seamos sociales, y tengamos abierta la necesidad de pertenencia, absolutamente humana y natural, no debería implicar ninguna automutilación a nuestra identidad.
Así, posiblemente, solo cuando te quieras parecer a ti, conciliando este sentimiento con la aceptación de las mejores referencias externas posibles (esos maestros y maestras que nos van apareciendo en la vida), todo funcionará mejor, seguro. Aprendiendo con los demás, siendo tú hasta el final.
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https://www.youtube.com/watch?v=l4RfSQxt2i0
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Procesos y Aprendizaje
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Tirantes y cinturones
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Imagen de jackmac34 vía Pixabay
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Enhorabuena David! Me ha gustado tu post. Está todo inventado, ¿verdad? Ahora lo llamamos de forma diferente a todo, usando expresiones “extranjeras”, pero las cosas en lo esencial siguen siendo iguales. Yo también hice párvulo y algún Martin habría, seguro. Buena reflexion, amigo. Saludos!
Muchas gracias Ricardo!!
Gracias por pasarte por aquí y dejar tu comentario,
Un abrazo!!
David